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Lecturas para el finde: Zoom

Para que disfrutes este fin de semana te dejamos un cuento escrito por la comunicadora y docente Mariela Carri.

Como todas las mañanas suena el despertador. Lo apago. Me pregunto para qué sigo haciendo eso. Repaso velozmente y sin salir de la cama toda la agenda de ese día. La reunión virtual está pautada para las 9. La alarma que acababa de apagar había anunciado las 7. Acomodo mi cuerpo en la cama, la almohada para sostener la cabeza relajada, las colchas que exige el invierno y me dispongo a dormir otra vez… Dormito con temor de quedarme dormida y con la certeza de que me despertaría a tiempo; con la indulgencia de la cuarentena que no me obliga a salir de casa a las 7.30 todas las mañanas.

Efectivamente, sin alarma, me despierto justo a las 8.00 Abro los ojos para estar completamente despierta. La luz azulada del celular me hiere. La luz de la mañana entra a la casa a través de las cortinas cerradas dando una tonalidad anaranjada a todo. Pienso en qué ropa ponerme. Pienso en cómodo, en apropiado para la reunión. Me levanto y danzo mi ritual de pava, baño, fruta, medicación, infusión. Busco los auriculares y dispongo a una nueva reunión virtual en estas circunstancias que llamamos realidad.

Ingreso. ¿Ingreso? Los saludos se suceden como siempre, los comentarios correctos, los diálogos inocuos. Todo va como siempre, entre insoportable y necesario, como agotado en sí mismo y lleno de esfuerzos por darles algún sentido. Ahora una integrante necesita compartir pantalla, quiere mostrar unas planillas que ha diseñado. Comienzan los asesoramientos, los “permisos para compartir”. Que se hacen lenguaje habitual y va perdiendo el sabor a los días en que permiso implicaba interrumpir algo y que te dejaran hacerlo, interrumpir para ingresar en una sala, en una clase, en un grupo de personas reunidas para algo. Ahora permiso es control sobre lo que se proyecta en una reunión. Y compartir… Me divierto mirando la pantalla “compartida” que muestra la reunión. Una cuadrícula con las imágenes de todas las participantes de la reunión.

La voz sin cara, pues comparte pantalla, realiza una descripción en vivo de sus acciones, sus dudas, sus intenciones, sus limitaciones ¡hasta sus preguntas son descripciones! Algo me llama la atención. Mi yo en la pantalla comienza a hacerme señas. Enfoco minuciosamente, seguramente estoy confundiendo la silueta de otra participante con la mía. Mi yo en la pantalla hace señas, una inconfundible, por su significado y por ser – de algún modo mía: salir. Insiste. Va ganando efusividad. Miro azorada a la cuadrícula sospechando que otras figuras están haciendo lo mismo y que se trata de un truco, temiendo que otras participantes estuvieran viendo lo mismo que yo y me lo atribuyeran. De fondo la descripción de pasos e imposibilidades continuaba. Mi yo en la pantalla ahora hace señas que son casi una exigencia.
¿Nadie ve lo que yo veo? Mi yo en la pantalla ahora súplica. Coloco los brazos al costado de mi cuerpo y lejos del teclado. Mi yo en la pantalla los agita emulando un vuelo. Aprieto el botón que bloquea la filmación. Mi yo en la pantalla sonríe ¿o es una carcajada? Me hace una seña semejante a hacer dedo. Hace otra como si estuviera haciendo una zambullida en el agua. La voz de quien coordina la reunión comienza a sonar. Sugiera continuar, explicar, exponer. ¿sería el desconocimiento sobre la herramienta? Mi yo en la pantalla hace un gesto de satisfacción. Lo reconozco, son mis gestos ¿o no? Miro mi cuerpo presente. Suspiro aliviada al comprobar que sí está, lo tengo, lo veo.
Muevo los dedos y mis dedos se mueven. Muevo el brazo y mi brazo hace lo que yo pretendo. Miro la pantalla otra vez. La participante había dejado de compartir pantalla. Pienso por un instante. Dejo todo sobre el escritorio y corro
al baño, al espejo del baño para saber si mi reflejo sigue siendo mío.

Por Mariela Carri

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