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“Siempre me pregunto quién fue él que mató a mi hijo”

El proceso de un duelo es largo, profundo, inacabado. Cuántas veces escuchamos a las madres decir que desean que sus hijxs descansen en paz. Una justicia enredada en la complicidad. Una institución policial que encuentra en lo más ruin los motivos para continuar asesinando a los pibes. A diez años del crimen de Jorge Reyna, su mamá, Olga Tallapietra, insiste en seguir luchando por la verdad.

Hace cinco años Olga se mudó a otra casa en San Esteban. Ese pueblito que está a tan sólo diez kilómetros al sur de Capilla del Monte. Dice que desde ese tiempo la policía no la ha molestado más.

El 26 de octubre de 2013, Jorge Reyna con 17 años, apareció sin vida en la celda de la comisaría de Capilla del Monte, colgado con la manga de su camisa atada a una ventana unos centímetros más baja que él. Había sido detenido por la policía ante un presunto robo. Olga siempre recuerda los días previos con su hijo, indicios de una situación que era cotidiana en el Valle de Punilla.

Tres días antes de su muerte habían viajado a Cosquín porque le faltaba una pericia psiquiátrica, tras haber estado ocho meses en el Instituto para menores, Complejo Esperanza de Córdoba. En esa cita, el secretario del fiscal había indagado sobre quién le daba la droga, pero Jorgito sólo le había contestado que él no era buchón.

Cuando se fueron, Olga recuerda que le regaló una Coca Cola y un chocolate, estaba trabajando en un taller mecánico de Santa Isabel. “Ahí él me cuenta que Castro -ex comisario de Capilla del Monte- lo mandaba a robar y que iba a ser papá”, dice Olga sin saber por qué se lo contó así, todo junto, tres días antes del peor de los finales.

Luego de su muerte, la versión policial para la familia fue que Jorgito había entrado en un estado depresivo y que se había ahorcado con su propia campera.

“Si yo no abría el cajón, nunca me iba a enterar de todos los golpes que tenía. Me iba a tragar eso de que se quitó la vida. Por algo no me lo dejaban ver”, dice Olga preguntándose qué tanto sabía cómo para que lo mataran así.

Con el corazón hecho un ovillo de memoria que tira hacia atrás, lo mira en las fotos cuando era un bebé y se imagina que hubiese sido un gran papá. Piensa en sus hijxs hoy, “ellos no tuvieron ese amor del papá, de compartir el colegio, de jugar al futbol, de acompañarlos”, y por eso lo proyecta en todos esos espacios. Su nieto siempre va a tener los mismos años que la ausencia de su padre.

“En San Esteban siempre lo recuerdan bien: qué hacía esto con la cabra, que andaba con los pescados, los patos, con todos los animales”. Sus hermanas y hermanos -expresa Olga- no tienen otro recuerdo que no fuera de felicidad.

El proceso de un duelo es para ellxs también. El dolor se lleva adentro de distintas maneras. Una de sus hijas le ha contado que al principio se despertaba en las noches y veía a su hermano sentado desde la punta de la cama cucheta y le hablaba, le decía que no había sido culpa de él lo que había pasado. El más chico, tenía un año cuando Jorgito murió, pero tiene atesorada la remera que le regaló ese 12 de octubre de 2013, para su primer añito. Hace poco, una de sus hermanas lo dibujó. Hizo ese retrato del mural que estaba en la canchita del Tala, en Capilla del Monte, que había sido, luego de su muerte, un regalo colectivo para sus cumpleaños, el 18 de diciembre de 2013. Este 2023 cumpliría los 28.  

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Olga busca en el cajón de un aparador de madera pintado de blanco, fotos. Tiene dos vidrios con forma de corazón. Saca algunas, dice que una de sus hijas las recortó para pegarlas en un papel. Cuánto dura una imagen. Cuándo se convierte la experiencia en un recuerdo. Cómo se construye la presencia de lo que ya no está.

De bebé, en su niñez, con sus hermanos y en la escuela. Le encantaba participar en actos escolares y obras de teatro, dice su mamá. Y la imagen la lleva al maestro Chacho, quien alguna vez le contó -una historia ya convertida en anécdota- del día en que Jorgito fue a la escuela con un dinosaurio pajarito al que le cargaba agua, “le echó a los enchufes y le quemó todas las computadoras”.

Hacer una fotografía, escribió alguna vez Susan Sontag, es participar de la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona o cosa: “todas las fotografías atestiguan la despiadada disolución del tiempo”.

A través de sus ojos

Las imágenes se van ordenando. De manera cronológica hay un salto al 2013. El rostro de ese niño adolescente se convierte en una imagen congelada, tiene un significado político, consolida una posición moral en quienes marchan en la calle y levantan las fotos de los que ya no están.

Hace 16 años que en la ciudad de Córdoba, en el mes de noviembre, se realiza la Marcha de la Gorra por todas las víctimas de gatillo fácil. “Yo lo sabía ver la por tele, nunca me imaginé que iba a estar en ese lugar. Estar ahí, me dio fuerza para seguir luchando. Es fuerte ver a todas esas mamás”, expresa Olga con la vista  nublada y piensa en otros tantos jóvenes que no han sobrevivido a las violencias del Estado. Causas recientes, como el crimen de Joaquín Paredes y el de Cecilia Basaldúa, siguen siendo la evidencia de un sistema que desprecia a la vida.

Entre las fotos aparece una con Viviana Alegre, la mamá de Facundo Rivera Alegre, quien fue visto por última vez la madrugada del 19 de febrero de 2012 en Córdoba. Verse en esa cronología es sentirse parte de una trama indisoluble, sin vuelta atrás, que sostiene el vacío de una pérdida dolorosa, pero que abraza el camino por las causas justas. “Escuchar su historia, una mamá que no sabe qué le hicieron a su hijo, yo por lo menos lo voy a visitar al cementerio”. Son esas experiencias que se entraman con el pasado. La imagen que hace presente al desaparecido, la percepción de lo inalcanzable que se evoca en los ojos de un rostro que se inmortaliza, la tumba que aún no le da forma al  vacío.

En la foto, Olga con Viviana Alegre

El álbum de fotos se hace una línea del tiempo de la memoria. Asambleas, marchas, manifestaciones en los tribunales, radios y entrevistas. “Mi hijo me cambió en que si veo algo malo, como un policía que le esté pegando a un chico, me voy a meter, lo defendería, desde el lugar de una mamá que le mataron a su hijo, y en el lugar de ese chico con el que no tienen por qué ensañarse”.

Antes de lo de Jorgito, Olga reconoce que tampoco creía en la justicia. Había atravesado esos laberintos burocráticos por distintas denuncias de violencia de género. “Me trataron siempre mal. Cuando teníamos que ir a Cosquín, se enteraban en San Esteban y venía la policía, nos hacían los allanamientos, la paraban a mi hija. Nunca la pasamos bien”.

En diciembre del año 2019, unos días antes de la Navidad, a Olga le notificaron en su casa, la decisión de la fiscal de Instrucción de Cosquín, Paula Kelm, de archivar la investigación por el crimen de su hijo, por considerar que el expediente no tenía pruebas suficientes para imputar a ninguno de los policías que estuvieron ese día. “Veo que casi todas las causas avanzan, mi hijo nada”. Creer en la verdad del sistema judicial se vuelve una paradoja: “no podés esperar nada de la justicia. Se cagan en el pobre, en una, en el dolor de la madre que ha perdido su hijo”.

Sentir que es una vida que no valía, ese es el mensaje que deja la justicia cuando hay impunidad. Qué descanse en paz. Ese anhelo que parece cerrar el círculo del duelo, crece inmerso en el silencio cómplice de funcionarios y operadores judiciales.

“Siempre me pregunto quién fue él que mató a mi hijo, por qué se ensañaron así, por qué nunca se hizo justicia por su muerte”, dice Olga, consciente de que la tristeza la lleva adentro, a veces se hace lágrimas, a veces encuentro. “Si se pudiera desarchivar la causa y que paguen los culpables, les preguntaría por qué lo hicieron, a Jorgito me lo mataron a golpes”.

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Olga sabe, a sus 45 años, que su testimonio es importante para otras familias, que es una de las maneras de luchar. “A los amigos no los vi más”, dice. El tiempo a veces corroe, la imagen se deteriora, el color se pierde: “no me gusta ir al cementerio, pero si voy, prefiero ir sola. Lo tengo que sentir”.

Hace unas semanas Olga fue, por excepción, acompañada. Cuando se quedó sola frente a la tumba, comenzó a hablarle y apareció un colibrí, dio unas vueltas y se fue: “Yo dije: viniste”. Su hijo más chico, cada vez que ve uno en el patio le dice -mirá, ahí anda Jorgito.

Hacía poco Olga había escuchado que cuando una persona muere se convierte en colibrí.  Siempre lo pensó en las libélulas, porque la suelen acompañar cuando trabaja en los baños del balneario de San Esteban, ahí asegura que solía volar una y se le sentaba en el hombro, en la cabeza, la seguía “y después  vino a casa, quedé en que me iba a tatuar una”.

En una de las paredes de su casa, hay un cuadro con el rostro de Jorgito a sus 8 años. La sonrisa queda para siempre, no se enmarcan ahí las claves de lo que ocurriría más tarde. La fotografía se hace como un amuleto, expresa un intento de alcanzar a ese momento que se congeló en un instante, pero que a la vez convierte al tiempo en una repetición mágica que lo hace presente: “A pesar de todo no hay que bajar los brazos, hay que seguir luchando y que se pueda hacer justicia”, dice Olga, sin dudarlo.

*Fotos: Eugenia Marengo

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